Salgo en busca de Manuel Romero. Salgo a buscar todas esas partículas disueltas del museo portátil de la tanguedad que Romero desparramó por Buenos Aires: los patoteros sentimentales, el vino triste, la rubia Mireya, las vueltas de la vida. O sea: busco a un fantasma, o al tiempo ido, o a la materia difusa y pulviscular de una porteñidad ya muy cambiada. Buenos Aires es otra… ¿o todavía hay nenas pidiendo pan? Salgo a buscarlo para captar un momento, y que ese instante valga lo que un tango. ¿Qué queda de la ciudad que Romero apodó la Reina del Plata? Digo Romero, y me nombro. Digo Romero, y me encuentro. Pero las sílabas reverberan. Soy yo, pero también el otro, y muchos otros Romeros perdidos. ¿Seremos nuestros propios funámbulos? Romero fue amado y odiado por olfatear la emoción del pueblo. Por eso en sus películas hubo hinchada, timba, hampa, mina y hasta anclados en París. Y también sensiblerías. “Nada de lo porteño le fue ajeno”. No sé si hay drama, pero sus pinceladas conmueven. Son muecas de una urbanidad desajustada. En zaguanes perdidos lo busco, o en calles transitadas. O en la cabina rancia de un taxi que corre mientras la ciudad se vuelve otra. Es un Romero el que busca a otro Romero. Con fotos, con guitarras, con nuevos arreglos, con mi voz lo busco. ¿Tiempos viejos? Con una epifanía, alcanza.- |
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Manuel Romero Buenos Aires (1891-1954) |